Cuando pongo los pies en la Tierra hasta el alba se oscurece. No es roja ni azul, solo se oscurece.
La hermosa mirada que no podrías jamás plasmar en una fotografía queda opaca ante una lente que no posee la luz que tienen los ojos y, por ende, la capacidad de aplicársela a cada una de las imágenes que retrata.
Esa cara se convierte en la misma de siempre: larga y más que aferrada a la realidad, a ese mundo donde las ideas no tienen cabida o al menos las ideas lejanas.
Y no es que sea malo estar acá, lo malo es no poder volar y tener que aferrarse al piso, besar el suelo y no dejarse llevar.
Será que de vez en cuando necesitamos de una lavativa mental, o una dosis de adamatium para olvidarlo todo… olvidar las guerras, las hambrunas, las catástrofes y abrazarnos a la tierra y quedarnos dormidos en sus regazos.
En que momento dejamos de ser niños para convertirnos en esto? Empezamos a creer que todas las cosas posibles eran, en realidad, sueños irrealizables.
Porqué nos quedamos siendo nada más los arquitectos de nuestras propias ideas sin tomar la iniciativa de convertirnos en ingenieros y materializarlas?
Todo se reduce a desprecio, luego el llanto y, por último, verse las caras y hacer como que nada pasó.
Fue justo ahí fue donde te hallé, sentado en una banca, leyendo poemas y tarareando una canción de Serrat.
Quizá fue el rojo del horizonte nocturno o esa carretera que parecia no acabar o ese beso de hace un tiempo atras... lo que fuere, nosotros ya no somos los mismos.
¿Será que estamos, como dice Ismael Serrano, atrapados en azul?
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