Ver los dientecillos careados de Walter asomarse por la ventana fue el premio por madrugar un sábado y quedar sin aliento luego de subir el empinado camino que colinda con los predios del antiguo relleno sanitario Río Azul.
Los ojos de Carolina se empaparon al verme y mientras José, el mayor de sus hijos, me mostraba los resultados de sus últimos exámenes de la escuela, ella me ofrecía un vaso con agua robada del tanque del AyA que está en un alto del precario. Ellos no cuentan con agua potable o luz en su vivienda.
La comunidad no había cambiado mucho. Hasta el olor de las fritangas de la calle de la entrada era el mismo, salvo porque el aroma a yuca y pollo frito se confundía ese día con el de la basura que expedía el relleno.
El verde pasto que cubre hoy el basurero oculta la podredumbre a la vista pero no engaña a la nariz ni evita los malos olores.
Hoy, cinco meses después de la construcción de viviendas para algunas familias que viven en pobreza en Tirrases de Desamparados, su situación sólo dista de la de antes en que en ahora, en vez de tener un techo de estuco, cuentan con uno de zinc.
Las calles empolvadas se tornaron barro por los aguaceros torrenciales y el piso sucio de esa casa de madera de 18 metros cuadrados era el vivo reflejo de aquel temporal.
“Nos estamos muriendo de hambre”, dijo Carolina. Lo dijo sin pensar si la juzgaría por ser ella una estadística más, parte de ese 17% de costarricenses que viven en pobreza extrema con ingresos menores a un dólar diario.
“La vivienda ha sido de gran ayuda, pero no nos quitó el hambre”, agregó.
Según Carolina, desde que se dio el cierre técnico de Río Azul el trabajo de recoger basura en las calles para reciclarla que realiza don Walter, su esposo, se pone cada vez más duro.
Hoy, las personas tienen más conciencia social y las empresas cuentan con planes específicos de reciclaje por lo que ya nada se bota.
Los niños han estado muy enfermos, en especial Walter, a quien la gripe lo tumba en la cama cada vez que llega la época lluviosa. La situación económica de la familia es deprimente y Carolina no ha tenido dinero para llevar al niño al Ebais de Curridabat para que lo examine un doctor.
No obstante, Walter es uno de los primeros promedios de su clase.
Escuchar a Carolina hablar de su miseria y lo mal que la pasan ella y su familia hace que los avances en materia social que predican los noticieros parezcan cuentos de ficción.
Me despido de ella y de los niños y bajo de nuevo por ese empinado camino que da al relleno. Tomo un bus a San José y vuelvo al cuento de hadas, porque la realidad quedó atrás, en Tirrases, donde probablemente haya hoy 4 pancitas vacías y hambrientas anhelando algo más que un techo de zinc.
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